Estamos a finales del siglo XV, en 1486. Un par de décadas antes, la ahora reina Isabel había perdido a su hermano Alfonso; antes, a su padre Juan.
Isabel, que quiere que tanto sus padres como su hermano tengan el mejor sepulcro posible, encarga al seguramente principal taller de Burgos, el de Gil de Siloé, esa misión.
Y el taller -y el propio Gil- crean una obra absolutamente perfecta, que convierte en obligado acercarse a la Cartuja cuando se visita Burgos. Sobre el sepulcro de los Reyes, de curiosa forma de estrella de ocho puntas, las figuras de ambos (ella aún no había fallecido, por lo que compruebo revisando fechas); y, rodeándolos, esculturas de apóstoles y evangelistas, escudos y hornacinas con escenas de la vida de Jesús. El alabastro convertido en obra maestra, cuatro años de trabajo que consiguieron dejarnos este tesoro a los siglos venideros.