No es el autorretrato que todos conocemos del mágico artista del Renacimiento: no es el que alberga El Prado, no es el que alberga el Louvre. Hay que ir a Viena, al museo Albertina, para observar este dibujo realizado a punta de plata en el que cualquier error quedaría expuesto y visible.
Ni es uno de los autorretratos citados, ni tiene su calidad, pero ya se puede ver su dominio de la técnica, los pliegues de la ropa, la finura de sus rasgos, la perfección de su cabello. El niño de trece años que era Albrecht Dürer nos dejó este primer y asombroso autorretrato, en el que ya podemos asomarnos a lo que vendría después.