Una de las cosas que más asombraban y admiraban a mi querido padre era la inocencia de los niños, esa pureza que todavía no había sido destrozada por las tantas veces erróneas acciones de los adultos: “¡la inocencia de los niños!”, repetía, invariablemente, cada vez que la vida lo ponía ante una de esas bonitas situaciones.
Quiero destacar, por una parte, que esto lo situaba como aprendiz de ese niño, convirtiendo en maestro al pequeño; por otra, que elevaba la inocencia a virtud, en este mundo en el que se la considera defecto.
Para ti, Papá; hoy, que se cumplen siete años de tu partida, siete años desde que comenzaste a estar con nosotros de otro modo. Te seguimos queriendo.