Cada día de la Candelaria (2 de febrero) leo y comparto con mis seres queridos este precioso texto que apareció hace años (2 de febrero de 2014, escrito por Maxi Olariaga) en La Voz de Galicia. Ayer fue ese día, y hoy lo comparto con vosotros.
Hoy toca compartir este texto, que ya alguna vez hemos visitado. Feliz viernes.
Desde que el sol se asomó al balcón del arco iris. Desde que, con la amanecida, las bolboretas se sacudieron el polen sobre los rosales. Desde que el lagarto se revolvió en el sopor de su letargo soñando con moras tintas y paredones ardientes. Desde que las campanas se arrepintieron golpeándose la limpia tersura de su alma con los nudillos helados de su brazo metálico. Desde que el eco de la profunda voz de Dios sobresaltó las colonias de murciélagos en los tibios dormitorios de las cavernas, no se oye otro aleluya, no corre de boca en boca otra jaculatoria: ¡Hoy se casan los pajaritos! ¡Hoy se casan los pajaritos! Centenares de libélulas, como heraldos de las hadas, anuncian río abajo y río arriba la nueva, y andan las carpas y las truchas jugando al corro saltando sobre los espejos en los que admiran su belleza los sauces.
Recuerdo, en días como hoy, a mi abuelo Pepe haciéndome notar la diferencia de estas horas. Desde la alta galería en la que atesoraba onzas de sol y rayos de luna, me señalaba las alturas del San Lois y me hacía notar como monte arriba trotaban alegres los potros cimarrones con las crines teñidas de oro por los peines del alecrín.
De los cuatro puntos cardinales, surgían docenas de pajaritos, xiríns, gorriones, lavandeiras, estorninos, xílgaros, golondrinas, mazaricos, paporrubios bailando sobre la alfombra de ozono indescifrables danzas componiendo una arquitectura rítmica que se sostenía como un palacio de espuma suspendido en el vacío azul del día más amado por Natura.
Desde sus puertas, monte abajo hasta llegar a la mansedumbre de la ría, se extendían como lenguas de miel, fantásticas alfombras adornadas con bajorrelieves de fusas y semifusas, bemoles, semitonos y sostenidos que descifraban con aplicación y misterio miles de músicos alados perfumados con salvia y el primer aliento de la vainilla y la canela.
Aquel cortejo era un prodigio. Las infinitas filas, aquella procesión inocente y pacífica de centenares y centenares de parejas de pajaritos que descendían por la ladera de aquel Sinaí en cuya cumbre el mismo Jehová les había entregado el mandato sagrado de «creced y multiplicaos» me atravesaban el pecho de niño con un dardo de oro produciéndome una herida santa que nunca jamás volví a sentir. Que nunca más curé abducida por las penas de mi piel.
Procuraba entonces asirme al abundante azul que manaba de la mirada del abuelo Pepe y, balanceándome en aquel columpio extraordinario, asistía al espectáculo mecido por un vértigo que sé no volveré a alcanzar hasta que traspase las puertas tras las que él se halla aguardándome desde hace más de cincuenta años.
Hoy, día de La Candelaria, se casan los pajaritos y, torpes, brutos y sojuzgados por la urgencia de estos tiempos, somos incapaces de apreciar el milagro. Como dejó escrito Miguel Hernández, vamos del corazón a nuestros asuntos condenando la belleza, la inocencia y la alegría a transitar por la vía muerta donde agonizan los trenes sin destino entre estertores de hierros oxidados, insensibles al milagro de la vida que como la baba virgen de los ángeles llueve y llueve sobre esta tierra bendita.
- Maxi Olariaga