Estábamos -hace ya de esto muchos años, aunque sigue muy vigente- dando un paseo y yo me paré a atarle a Dani un cordón de la zapatilla. Unos turistas -forasteiros, aquí les llamamos así- que paseaban por allí no perdieron su ocasión de intervenir: “este niño sabe atarse los cordones, que me lo dijo a mí, pero prefiere que se los ate su padre”.
Aproveché para explicarles que seguramente no me quedaba mucho tiempo más de hacer eso. Creo que se quedaron un poco decepcionados; me parece que contaban con que yo aprovecharía su ayuda para atacar a mi hijo. Lo digo completamente en serio.
Me hubiera gustado explicarles también que -si todo va bien- llegará un momento en el que sea Dani el que me ate las zapatillas a mí.
Y ahora reflexiono un poco. Sobre por qué molesta ver a un papá atar las zapatillas a su hijo. O llevarlo de caballito. O por qué molesta ver a una mamá dando el pecho a su niño (hoy ha escrito Patricia Garcés un interesante artículo relacionado). O por qué nos resulta más escandaloso ver una pareja haciendo el amor que ver a una pareja discutiendo.
Y he llegado a la conclusión de que a este mundo le molesta el amor.