Hoy comparto con vosotros este texto que leí hace ya muchos años en los que se explicaba Madrid a quien se iba a mudar allí. Fijaos qué maravilla de Jesús Terrés:
No te hablaré hoy del miedo, de los cambios o las cientos (miles) de razones para hacer la maleta sobre la cama de esa habitación a la que ya nunca volverás. Hoy sólo te hablaré de Madrid. Y esta respuesta va a tener su gracia, porque te escribo -insisto- desde Barcelona, esa ciudad gris a la que ya he perdonado (serías tan increíble si te dejaras de tantas tonterías, Barcelona) así que sí, qué narices. Aquí. Ahora. Desde la mejor habitación de la mejor planta del mejor hotel de Barcelona voy a explicarte por qué Madrid es la mejor ciudad del mundo.
Y es que Madrid es Madrid todo el año, pero nunca Madrid es tan Madrid como en septiembre. Las calles se desperezan, caen las primeras gotas de este otoño que se cuela entre las sábanas y tintinean las copas en la barra caoba del Cock. Una más. La penúltima. El Madrid de los atardeceres imposibles, los hermanos Alcázar en la Gran Vía y las niñas con sudario en la mesita bebiéndose Juan Bravo.
Sé que vivirás en Malasaña, que te besarán en los portales de Corredera Alta volviendo del Tupperware y beberás copas de mierda en noches vulgares que no olvidarás nunca. Dormirás poco, llorarás más de la cuenta y echarás de menos aquella cama -que aún te espera- y te cagarás en los muertos de aquel payaso que un día como hoy te vendió esta ciudad inexplicable. Pero un día bajarás por Espíritu Santo con una desconocida que (ya) llamas amiga (qué importa de donde vienes, si estás aquí) y la vida se pintará de acacias y tejas -el color del cielo que abrasa la Gran Vía cuando atardece, y cada paso será una nota de una partitura que aún no entiendes, pero que ya intuyes. Y cruzarás Recoletos y el sol se pondrá en la Cuesta de Moyano, a la vera del Jardín Botánico y el Museo del Prado. Donde cada tarde reposan botines, fracasos, tesoros, llaves y brújulas bajo las tapas de aquellos libros de lance que esperan, sin prisa, la mano de otro dueño.
Y vivirás mil vidas y aprenderás a amar el cine en los Doré, harás cola en la barra del Cisne Azul -esas setas y pedirás otro vermú (otro más) y otro pincho de tortilla en La Ardosa. Aprenderás a reverenciar El Prado -hay que hacerlo- y quizás descubras el arte (esto es necesario, Claudia) en exposiciones como la de Cézanne en el Thyssen. Pasarán los meses; dormirás poco, llorarás menos y recordarás con cariño aquella cama, porque ya no será la tuya. Ya nunca lo será. Porque la tuya está en Madrid.
Y un día, sin más, no existirá otra ciudad.
Porque no la hay.