No me mueve, mi Dios, para quererte,
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor. Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas, y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera Infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Este soneto, de autoría desconocida, resume perfecta y bellísimamente que cielos e infiernos -premios y castigos, ¿nos suena?- no deben influir en nuestro comportamiento. Finales del siglo XVI.