Este romance, del que ya hemos hablado en este blog, nos ha llegado con diferentes versiones, pero invariable en musicalidad, encanto y mensaje. El original (quizá el original) es de Juan del Encina.
Nos habla de lo inevitable de la muerte, de la infinita importancia del amor (tengo una hora de vida, la dedico a mi amada). Me encanta especialmente -sin ser lo principal del poema- ese fragmento en el que la amada le dice que no es aún la hora convenida y que sus padres están en casa y despiertos, haciendo ver que si lo segundo no se cumpliera, poco importaría la hora.
Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
—¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
—No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
—¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
Muy deprisa se calzaba,
más deprisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
—¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta, niña!
—¿Cómo te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,
mi madre no está dormida.
—Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería.
—Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare,
mis trenzas añadiría.
La fina seda se rompe;
la Muerte que allí venía:
—Vamos, el enamorado,
que la hora ya está cumplida.