Recorría cada mañana, religiosamente, la misma ruta de ida y vuelta. Con los cántaros vacíos -el nuevo y el viejo-, de casa a la fuente y de la fuente a casa. Maldecía cada día las grietas del cántaro viejo, que hacían perder más de la mitad de su contenido.
Su madre escuchaba pacientes sus quejas y lo animaba a repetir la acción al día siguiente.
Un día llegó a casa más harto que nunca, jurando en lenguas ya muertas, dispuesto a decirle a su madre que aquel día era el último con el cántaro viejo. La madre lo escuchó con la paciencia de siempre, y lo invitó a dirigir su mirada al camino por el que acababa de llegar.
Una de las orillas del camino estaba poblaba de hierbas y flores; la otra estaba completamente seca.