Nuestro protagonista, Marcos, nació en un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba, llamado Añora. Tras emigrar con sus padres a Madrid, su madre falleció (Marcos tenía tres años entonces). El padre se casó de nuevo, y la madrastra (no solamente pasa esto en los cuentos, por desgracia) lo maltrataba con crueldad.
La familia se desplazó poco después a un pueblo de Sierra Morena (Fuencaliente) y cuando Marcos Rodríguez Pantoja tenía siete años, su padre lo vendió a un rico hombre de la zona, que acabó ¿regalándolo? a un cabrero, para que le ayudara (y, en un futuro, para que fuera su sustituto). Sin embargo, el cabrero murió, y nuestro niño se quedó abandonado en la sierra. Ahí se hizo amigo de los lobos y aprendió a comportarse como uno de ellos.
Cuando contaba unos dieciocho años, la Guardia Civil lo encontró y capturó. Fue llevado por la fuerza a Fuencaliente y allí se encontró con su padre. Tras once años sin ver a su hijo, aquel ¿padre? le reprochó haber perdido la chaqueta.
Ni que decir tiene que la adaptación de este joven a la sociedad fue costosa y dura. Y resulta significativo que aún ahora, que vive en Rante, una aldea orensana, siga prefiriendo la vida con los animales que con las personas.
Su vida se ha estudiado y descrito en tesis doctorales, películas y documentales. Cuando lo llevaron, como parte de un documental, a una zona habitada por lobos, supo llamarlos y mostrarse sumiso con ellos, para ser parte de su manada.
Quizá tengamos que replantearnos el dicho latino de “El hombre es un lobo para el hombre”.