Ayer por la noche -estaba claro que el día tenía que llegar, tarde o temprano- los niños encontraron el libro de los hechizos. Clara y yo nos miramos con un gesto de pavor e incredulidad, que dio paso a una asimilación serena de lo que estaba aconteciendo. Al fin y al cabo, no éramos nosotros mucho mayores cuando pasamos por ese trance. Lógicamente, cuando nuestro corazón se fue calmando, explicamos a los niños qué significaba aquello y qué cosas iban a cambiar a partir de ahora.
Poco sabíamos ninguno que íbamos a comenzar a usar el libro a las pocas horas de ser descubierto por nuestros hijos. No lo sabía yo, no lo sabía Clara, no lo sabían los niños. Como tampoco lo sabía el jardinero que comenzó a cortar el césped ruidosamente esta mañana a las siete. Y os aseguro que sus miradas de súplica desde dentro del bote de mermelada no me van a hacer claudicar.