Podrá pintar, sí. Podrá escribir, sí. Incluso podrá componer melodías que, a primera escucha, nos ericen la piel. Pero hay algo que la inteligencia artificial nunca podrá tener: la magia.
Esa magia que hizo que un escultor viera a David dentro de un bloque de mármol y se atreviera a liberarlo. Esa magia que permitió a Cervantes soñar un caballero que luchaba contra molinos y a Shakespeare hacer que Hamlet nos duela aún hoy. Esa magia que llevó a Bach a crear armonías que rozan lo divino, o a Rosalía de Castro a darle voz al alma gallega, rota y esperanzada. Esa magia que permitió a Einstein imaginar la curvatura del espacio-tiempo mientras soñaba despierto.
La IA aprende de lo que hicimos. Pero nosotros… nosotros creamos sin haber visto antes. Inventamos. Erramos. Nos levantamos. Y de la herida abierta nació la obra.
La inteligencia artificial mezcla lo que ya está. Nosotros, los humanos, parimos lo que no existía.
¿Podrá la IA entender un corazón roto? ¿Sabría temblar ante el silencio de un adiós? ¿Sentirá vértigo al contemplar el Guernica o estremecerse con el Nocturno de Chopin? ¿Le latirá el pecho como a un niño que abre por primera vez un libro? ¿Le brillarán los ojos al escuchar la risa de su hija, sabiendo que ese instante es eterno y fugaz?
Puede ayudarnos, claro. Puede ser una herramienta, un aliado incluso. Pero no es el genio. No es la musa. No es la lágrima, ni el escalofrío, ni el suspiro.
Nosotros, los que soñamos, los que nos equivocamos, los que amamos… Nosotros somos los magos.
Y eso no se programa.
— Texto creado por IA —