Hace menos de un mes nació nuestra hija Irene. El aluvión de consejos que sufrimos cuando nació Dani no se ha dado esta vez (nadie se atreve a decir ahora que si duerme con nosotros luego no querrá irse a su habitación y demás frases similares [si alguien está interesado en este tema le recomiendo el post “Podéis pasar a pedir disculpas”]).
Así que, liberados de esos consejos ni pedidos ni deseados, estamos más atentos a otro tipo de intervenciones menos agresivas en apariencia. Entre ellas destaca de forma clara la pregunta: “¿Se porta bien?”
Solemos responder que, obviamente, se porta bien. A veces aclaramos que “es un bebé”, queriendo decir con ello que, lógicamente, no puede portarse mal.
De todos modos, más allá de la gracia o pesadez de esa pregunta, subyace algo que considero realmente grave. ¿Qué queremos decir cuando preguntamos si un bebé ¡de días! se porta bien? Sí, efectivamente, queremos preguntar si nos molesta o no. Esta es la medida con la que los adultos evaluamos a los niños: si no me molesta, si hace todo lo que yo quiero, es bueno. Y, lo más terrible, esta es la medida que aprenden nuestros niños: si no molesto, si hago todo lo que mis padres quieren, soy bueno. Y esta forma de medir la bondad de una persona se perpetúa a lo largo de toda la vida: el niño que está quieto, que no hace ruido, que permanece horas sentado, que no pregunta mientras hablan los mayores, que no grita… es bueno.
Esta pregunta tiene un segunda versión, todavía peor: “¿se porta bien o llora mucho?” Es decir, si el bebé llora, en muchos casos porque sus padres no han sabido detectar sus necesidades a tiempo… no se porta bien.
Debo decir que entre las personas que nos hicieron esa pregunta hay dos bonitas excepciones que supieron corregirse a tiempo: una se puso en contacto conmigo al día siguiente para pedirme disculpas -motu proprio- por haber preguntado si Irene “era buena”; la otra corrigió automáticamente su pregunta por un “¿es tranquilita?”. (Gracias, Bea y Ana, por vuestra sensibilidad).